A la pregunta «¿cómo se come un elefante?», un sabio respondió «de un bocado cada vez». De alguna manera, la respuesta del sabio refleja la idea de por qué Vicente insistía tanto en las virtudes que hay que adquirir ante las opciones de vida que hemos hecho (santidad de vida) y la misión que hay que cumplir en honor y dignidad de los llamados.
Si lo pensamos bien y tenemos el valor y la sabiduría de revisar todo el camino de nuestra vida, nuestro comportamiento y nuestras decisiones, comprendemos enseguida que no hemos respetado tantas decisiones y tantas buenas intenciones desde el día de los ejercicios que hicimos antes de nuestra consagración, ordenación …. incluidos los que hacemos después de cada ejercicio espiritual anual o mensual. ¿Por qué? En mi opinión nos falta disciplina personal. No somos asiduos y nos falta continuidad en la disciplina personal, que es muy importante. El mundo de hoy parece obsesionado con el fitness. Sin embargo, incluso en el fitness lo importante, dicen los expertos, es la disciplina.
Continuidad en el ejercicio, la nutrición y el estilo de vida diario. Disciplina, pues. Las virtudes cristianas y vicencianas son importantes para disciplinarnos cristianamente. El fin último de las virtudes cristianas y vicencianas es la ‘imitatio Christi’ y nada más.
San Pablo nos lo dice en su carta a los Filipenses 2, 5-8: «Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, aun siendo de naturaleza divina, no estimó su igualdad con Dios como un tesoro celoso, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres…». El tema de la imitación de Cristo nos lleva al corazón de Jesús, un corazón que hay que imitar y seguir: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Si queremos seguir las huellas de Jesús, debemos tener los mismos sentimientos, el mismo objetivo de vida, la misma pasión por Dios y su Reino. Las virtudes cristianas y vicencianas nos ayudan a domar el elefante que llevamos dentro (el orgullo y la vanidad; el espíritu mundano, etc.) y a someternos al Señorío de Cristo en nuestra vida y ministerio. No es importante qué ministerio hacemos, sino cómo lo hacemos.
El que come la naranja lleva el olor de la naranja, el que toma café lleva el olor del café, el que se entrena continuamente en las virtudes lleva el olor de la gracia, Cristo Jesús. La reflexión sobre las virtudes es importante precisamente por eso, porque cuanto más reflexionamos sobre ellas, más llevamos el olor de la gracia santificante. Pasemos ahora a la reflexión de cada virtud. Comencemos por la madre, o más bien la fuente de todas las virtudes, según Vicente: la humildad. «He aquí la base de la perfección evangélica y el quicio de toda vida espiritual. Quien posea esta virtud obtendrá fácilmente todas las demás; pero quien no la tenga se verá privado incluso de las que parece tener».
La humildad es la antítesis del orgullo: En el pensamiento de San Vicente, la humildad es el fundamento de todas las virtudes: si falta, todas las demás se derrumban. “No nos engañemos”, decía, “si no tenemos humildad, no tenemos nada”. Para Cristo —y para nosotros, sus discípulos—, la humildad es una disposición interior que refleja su mismo ser. Se opone al orgullo, a la autosuficiencia, a la vanidad. Es la virtud que nos hace conscientes de quiénes somos ante Dios: criaturas frágiles, débiles, incoherentes, a veces incluso contradictorias. El humilde, además, es amable. En la Escritura, Moisés es descrito como «el más humilde de los hombres que había sobre la tierra» (Números 12,3). En general, más allá de la fe que se profese, la humanidad no admira al orgulloso, sino al humilde. Porque la humildad no es sólo una actitud, sino un modo de ser y de relacionarse con Dios a la luz de su verdad y de su amor.
No se trata de abnegación ni de sentirse inferior o incapaz. Es, más bien, depositar la vida en Dios, confiando plenamente en Él. Así lo hicieron Moisés, María, Jesús. Vaciarse de sí mismo es la clave para llenarse de Dios. La humildad une a las personas; el orgullo, la autosuficiencia y la vanidad, las separan.
La humildad se regocija en el Señorío de Dios: Ser humilde es reconocer que Dios es el único Señor de la vida, alejándose de la autosuficiencia, que no es otra cosa que una forma de idolatría. La persona humilde no presume, no se apoya en su juicio propio, sino que se reconoce criatura y todo lo recibe de Dios. San Pablo lo expresa con claridad: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4,7). Un autor decía que los soberbios son los más grandes mentirosos, pues se glorían de dones que no compraron: belleza, inteligencia, habilidades…El humilde, en cambio, reconoce que todo proviene de Dios. Y por eso puede decir con verdad: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lucas 17,10).
No es falsa humildad, sino realismo espiritual: si ha hecho algo bueno, ha sido Dios quien lo ha hecho en él. María es modelo perfecto: aceptó ser vaciada para que Dios la llenara de su gracia. San Vicente lo decía claramente: “Vaciaros, y Dios os llenará de Sí mismo”. La humildad no es vacío estéril, sino espacio fértil donde Dios actúa y transforma. Por eso, el humilde es alguien alegre, luminoso y estimado por los demás.
La humildad reconoce la dignidad del otro: En la vida comunitaria, la humildad evita dos extremos: la idolatría del otro y su desprecio. La humildad evangélica promueve un servicio libre, auténtico, sin máscaras ni hipocresías. Se apoya en dos pilares: la verdad y la caridad.
Desde ahí, se convierte en un camino de libertad que no engrandece a unos ni desvaloriza a otros. La persona humilde respeta a los demás, y también a sí misma. Tiene temor de Dios y sentido de su misericordia, vivida con equilibrio.
Ese respeto mutuo sólo nace de una verdadera humildad, que modera el orgullo, la vanidad, la necesidad de aprobación constante. Como dice Pablo: “No se tengan en tan alta estima más de lo que conviene, sino júzguense con sensatez” (Romanos 12,3). Quien reconoce que lo bueno en él viene de Dios, no se jacta, sino que da gloria a quien se la merece. La humildad también abre a la diversidad. Reconoce la dignidad incluso de quienes han errado, pecadores como nosotros. Es capaz de acoger, de comprender, de perdonar. Acepta las humillaciones y las ofensas sin buscar revancha ni resentimiento.
La humildad da gozo a la vida y fecundidad al ministerio: Decía San Agustín: “La soberbia convirtió a un ángel en demonio; la humildad, a personas sencillas en ángeles”. El demonio cayó por orgullo; María fue elevada por su humildad. Quien acepta el Señorío de Dios y coopera con su gracia puede decir, como San Pablo: “Para mí, vivir es Cristo y morir es ganancia” (Filipenses 1,21). Esta humildad no sólo nos serena y sostiene en medio de las dificultades, sino que nos hace fecundos en nuestro servicio. Porque, al final, la gente ama —y sigue— a los humildes y a los mansos.
P. Zeracristos Yosief, C.M.