El 26 de abril, la Congregación de la Misión y toda la Familia Vicenciana conmemoran la Traslación de las reliquias de San Vicente de Paúl, un acontecimiento que une historia, espiritualidad y devoción popular. Esta fecha no solo recuerda un hecho del pasado, sino que representa una oportunidad viva para renovar el carisma vicenciano, fundamentado en el amor concreto hacia los pobres y olvidados.
San Vicente de Paúl, fallecido el 27 de septiembre de 1660, fue enterrado inicialmente en la iglesia de Saint-Lazare, en París. Sin embargo, durante la Revolución Francesa, su tumba fue profanada y su cuerpo fue ocultado para protegerlo de la destrucción. Permaneció escondido durante muchos años, hasta que en 1830 fue posible devolverlo a la veneración pública.
La traslación solemne tuvo lugar el 25 de abril de 1830, gracias a la intervención del Arzobispo Luis Jacinto de Quélen. El cuerpo del Santo fue trasladado desde la Catedral de Notre Dame de París hasta la nueva iglesia de los misioneros de la Congregación de la Misión, en la Rue du Sèvres. Se trató de una procesión imponente y cargada de significado: participaron autoridades civiles y religiosas, representantes de los distintos estratos sociales, el episcopado, numerosas comunidades religiosas y, sobre todo, una gran presencia de pobres y huérfanos, aquellos que siempre estuvieron en el centro del amor de San Vicente durante toda su vida.
Aquella procesión fue un reconocimiento universal al carisma de Vicente: un amor concreto e incarnado hacia los pobres, considerados «nuestros amos y señores», como él solía llamarlos. En esa ocasión, la Iglesia y el pueblo de Dios quisieron rendir homenaje a quien supo ver el rostro de Cristo en los pequeños y en los que sufrían.
Poco antes de su muerte, San Vicente expresó con profunda humildad: “Pronto el miserable cuerpo de este viejo pecador será entregado a la tierra, será reducido a polvo y lo pisotearéis con los pies.” Pero, como suele ocurrir con los santos, Dios quiso mostrar otro camino: «Él exalta a los humildes», y así, los restos de San Vicente, lejos de ser olvidados, fueron colocados sobre el altar mayor de la Casa Madre, donde hasta hoy son objeto de veneración por parte de peregrinos de todo el mundo.
¿Pero qué significa hoy para nosotros esta memoria?
Significa, ante todo, guardar en el corazón un testigo vivo de la santidad. San Vicente fue un fruto eminente de la redención de Cristo, una luz en el siglo XVII que continúa brillando aún después de cuatro siglos. Es un modelo de vida evangélica, propuesto por la Iglesia por haber vivido plenamente las virtudes cristianas. Y también es un intercesor, un amigo celestial que, participando ya de la bienaventuranza eterna, no deja de acompañar a nosotros, peregrinos en la tierra, orando por nuestras necesidades y compartiendo nuestras preocupaciones y esperanzas.
Esta memoria no es nostalgia. Es una llamada. Es la invitación a dejarnos tocar por la misma caridad que el Espíritu Santo encendió en el corazón de Vicente, y traducirla en gestos concretos y cotidianos de amor y servicio hacia los más pobres entre los pobres.
Oración
Oh Dios, que diste a San Vicente de Paúl
un corazón lleno de misericordia
para aliviar tanta miseria humana,
concédenos a nosotros, que celebramos
la memoria de la traslación
de sus restos,
hacer nuestra aquella caridad
que el Espíritu Santo encendió en su corazón,
y consagrarnos enteramente, por tu amor,
al servicio de los más pobres entre los pobres.
Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.