Hoy hemos sido invitados a reflexionar sobre dos cuestiones fundamentales para nuestra vida como misioneros: la renovación en la espiritualidad vicenciana y la misión de la Congregación de la Misión en el siglo XXI. Son temas que tocan a cada miembro de la Compañía, pero que conciernen de manera particular a nosotros, los Visitadores, en virtud de la tarea que se nos ha confiado. Sabéis bien, como yo, cuánto insistía San Vicente de Paúl en la importancia del ejemplo en la conducción de los demás. Pienso en particular en la invitación que dirigió a Antoine Durand en 1656, cuando lo nombraba superior del seminario y le ofreció una simple imagen para explicar su pensamiento: «una oveja engendra otra oveja» (XI,343). Si queremos que nuestros hermanos se renueven en la espiritualidad vicenciana y fortalezcan su compromiso en la misión, debemos ser nosotros los primeros en movernos… ¡y en avanzar!
Por eso, pidamos a Dios su gracia y dejémonos iluminar una vez más por la escucha de su Palabra. Podemos redescubrir nuestro vínculo con Cristo, que es la fuente viva de la espiritualidad vicenciana, el corazón mismo de nuestra fe, como nos recuerda este hermoso pasaje del Evangelio. En su Hijo unigénito, Dios nos da todo para vivir en comunión con Él. Él fue enviado para revelar al mundo su designio de amor, pidiéndonos adherir a toda su vida mediante la fe y la fuerza del Espíritu Santo.
Ya hemos dado este paso, a través del bautismo. Y recientemente hemos tenido la alegría de renovar nuestra profesión de fe en la noche de Pascua. Hemos profundizado esta elección respondiendo al llamado de Cristo a seguirlo en la evangelización de los pobres. Sin embargo, nuestra experiencia humana nos enseña que esta decisión debe renovarse cada día, para crecer en nuestra adhesión al Señor. La tentación de las tinieblas puede estar siempre al acecho, mucho más para nosotros que llevamos grandes responsabilidades. Busquemos incansablemente conocer y compartir la vida de Jesús, Maestro y Señor, como Él mismo enseñó y vivió: sirviendo a todos.
Las celebraciones del Misterio Pascual nos han presentado de nuevo la figura del Hijo, fiel y obediente al Padre, hasta el don total de sí mismo en medio de las adversidades del mundo, frente a las autoridades de su tiempo e incluso frente a sus más estrechos colaboradores. La luz es espléndida, pero tiene un precio, porque se acompaña de la verdad que rechaza todo mal.
Cristo nos invita a librar este verdadero combate, como Él: con las manos desnudas, con el corazón inflamado de caridad, movidos únicamente por el deseo de dar a conocer al mundo el amor de Dios. Esta es la misión que cada uno de nosotros ha recibido, como misioneros, como Visitadores algunos, como obispos otros.
La lectura de los Hechos de los Apóstoles de hoy nos ofrece una enseñanza adicional: el apego a Cristo se manifiesta a través de un celo ardiente en el anuncio de la Palabra de Dios y en la aceptación de las oposiciones del mundo. Los apóstoles son encarcelados debido a su enseñanza y a los signos y prodigios que realizan. Pero en la noche interviene el ángel de Dios, los libera e invita a volver al Templo. No sabemos cómo actuó el ángel con los cerrojos y los guardias, pero vemos que los apóstoles obedecen sin vacilar para «anunciar al pueblo todas estas palabras de vida». Y al amanecer ya están allí, enseñando. El anuncio se ha convertido en el centro de su vida: ya no quieren perderse, sino permanecer unidos al Señor, incluso a costa del rechazo y la persecución.
También nosotros estamos llamados a ser testigos del Resucitado. No sé si se nos pedirá el martirio, como a San Esteban o, más tarde, a San Juan Gabriel Perboyre y a San Francisco Régis Clet. En cualquier caso, podemos recordar el compromiso de San Vicente de Paúl, que, aunque no conoció una persecución sangrienta, se consumió completamente en la caridad, hasta «gastarse con el sudor de la frente y el esfuerzo de los brazos». Cuatrocientos años después, sigue siendo para nosotros un modelo excepcional.
Nos impulsa a vivir con mayor intensidad nuestra vocación misionera: siempre más cerca de Dios, siempre más cerca de los pobres, tendiendo hacia ese amor inventivo hasta el infinito que caracteriza nuestro carisma.
En el fervor del tiempo pascual y de la celebración de este cuarto centenario de nuestra Congregación, pidamos a Dios la gracia de conocer cada vez mejor a su Hijo unigénito, para adherirnos cada vez más profundamente a su vida, pasando de la muerte a la vida en la luz. Y para poder compartirlo mejor con nuestros hermanos y con todos aquellos a quienes somos enviados. Sigamos adelante, cada día, en cada momento de nuestra vida, sostenidos por esta confianza: «Dios amó tanto al mundo».
P. Frédéric Pellefigue, CM
Visitador de la Provincia de Francia