Pentecostés de 1623: Luisa, una joven viuda inquieta, recibe la «Luz» que le abre un nuevo horizonte —«estarás en un lugar donde muchas se unirán para servir»— y la convence de que «Dios le basta». Esa revelación la convierte en peregrina permanente: desde el salón aristocrático de Marillac hasta los pasillos de los pobres, desde los castillos parisinos hasta los callejones de Bicêtre. Su corazón no conoce fronteras, porque «las otras costas» se convierten simplemente en el lugar donde la Providencia la llama a servir.
Luisa no se deja quebrantar por la fragilidad (salud precaria, viudez, dudas interiores). La resiliencia se convierte en estilo educativo: acoge, escucha, sostiene. Empatía: sabe «mirar con los ojos del otro», desde las nodrizas del campo hasta las jóvenes Hijas de la Caridad. Creatividad: inventa las «escuelas de trabajo a domicilio», reorganiza los hospitales, experimenta las «conferencias semanales» con las hermanas para discernir y formar. En ella, la maternidad se expande en misión: «que nuestras casas sean Belén y Betania juntas».
«Dejémonos guiar por Dios, Padre de los pobres»: no es solo un eslogan. Luisa ve la mano providencial tanto en los grandes acontecimientos (el encuentro con Vicente, el «milagro» de Fontainebleau, la aprobación real de 1646) como en los pequeños detalles cotidianos: la visita inesperada de un benefactor, el trozo de pan compartido, la curación de una hermana. Su libertad nace de esta confianza total.
El Espíritu suscita en ella un carisma «de umbral»: vivir entre el claustro y la calle, entre la contemplación y el servicio. Con Vicente se atreve con un modelo inédito: la religiosa con cofia blanca que va por ahí «como las muchachas del pueblo», sin clausura, «porque el hospital es nuestro monasterio, la calle nuestro coro». De esta audacia nace una familia hoy planetaria: Misioneros, Hijas de la Caridad, AIC, Voluntarios, Jóvenes Vicencianos, laicos y laicas que se sienten parte de un mismo árbol.
El aniversario jubilar invita a la Familia Vicenciana a reunir en unidad las cinco grandes lecciones que nos dejó Santa Luisa. En primer lugar, la fe capaz de atravesar las crisis: sus dudas, sus enfermedades, sus fatigas apostólicas no la doblegaron, sino que la purificaron; así también nosotros estamos llamados a dejarnos evangelizar por nuestras fragilidades personales y comunitarias. A continuación, la vocación de ser tejedores de redes: Luisa tiende puentes entre monasterios, hospitales, cofradías y benefactores; hoy esto se traduce en cultivar alianzas pastorales y sociales, haciendo dialogar carismas, ministerios y competencias civiles. Tercera herencia, la pedagogía de la empatía: para ella, hay que servir al pobre en la totalidad de su cuerpo, mente y dignidad; por lo tanto, se nos anima a ofrecer itinerarios integrales que combinen la asistencia, la formación y la promoción de los derechos. Cuarto legado, la espiritualidad de la Providencia: la audacia de creer que Dios provee nos hace libres para intentar caminos misioneros que, humanamente, parecen imposibles. Por último, Luisa nos entrega la docilidad al Espíritu: mantener siempre abiertas las «ventanas» de la creatividad para acoger nuevas formas de consagración, voluntariado y animación juvenil. En síntesis, su vida se convierte en brújula que orienta nuestro camino sinodal, porque «el amor es infinitamente inventivo» y no deja de moldear la historia.
Oh Dios
que encendiste en Santa Luisa de Marillac
el fuego del amor activo por los pobres
y la hiciste madre de una multitud de servidores de la caridad,
concédenos también a nosotros,
Misioneros de la Congregación
y miembros de toda la Familia Vicenciana,
renovar hoy nuestro sí a tu Espíritu,
para que, en el Año Jubilar de los 400 años, nuestra vida proclame:
«El amor es infinitamente inventivo».
Por Cristo nuestro Señor.
Amén.