Cuatro siglos de servicio: el desafío de ser Hermano de la Congregación de la Misión

Durante cuatro siglos, los Hermanos de la Congregación de la Misión han sido testigos de la belleza de una vocación sencilla y generosa, entrelazando sus talentos con el carisma vicenciano. Hoy, su presencia interpela a la comunidad: redescubrir la identidad y el valor de los Hermanos es el desafío urgente para un futuro en el que la misión respire con sus dos pulmones, en la alegría de la consagración y del servicio a los pobres.

Trabajó para todos / Pero, ¿quién trabaja por él? / Su cuerpo yace caído / En esta extraña batalla / Sus acciones y su nombre / ¿Dónde los esparce la gloria?
(Cecilia Meireles)

Cuando acogió al primer Hermano, Jean Jordain, en 1627, creo que san Vicente no imaginaba el gran servicio que los laicos consagrados prestarían a la Congregación de la Misión. A través de su forma sencilla de vivir el carisma vicenciano, los Hermanos ayudaron a construir la historia de la “pequeña compañía” a lo largo de sus primeros cuatro siglos. Y si en un pasado lejano los Hermanos llegaron a representar un tercio de los misioneros, hoy, reducidos a menos de cien, están desapareciendo de nuestro horizonte. Creo que esto se debe a una crisis de identidad de la vocación del Hermano. Renovar esta identidad es el mayor desafío en el contexto del cuarto centenario de la CM.

Superar este reto pasa por comprender el motivo de la existencia de Hermanos en una congregación de índole clerical. No me detendré en elucubraciones históricas, pero es importante destacar que el propio san Vicente quiso que la Congregación estuviera compuesta por sacerdotes y hermanos, ofreciendo a estos últimos toda clase de servicios, desde los más simples —como la cocina o la limpieza— hasta los más complejos, como la administración o la secretaría. San Vicente tenía la perspicacia de descubrir el talento de cada candidato y crear espacios para que pudiera desarrollarlo y ponerlo al servicio de la misión.

Con los siglos, este contexto cambió, y la mayoría de los Hermanos vieron ignorados sus talentos, confinados a los bastidores de la misión, muchas veces tratados como misioneros de segunda categoría. Este tiempo ya pasó. Desde el Concilio Vaticano II, existe un esfuerzo por resignificar la vocación del laico consagrado en la Iglesia y en la Congregación.

Hoy, el gran desafío es retomar el espíritu que motivó a los primeros Hermanos: poner lo mejor de nosotros mismos al servicio de la misión. Toda persona que se acerca a la Congregación, sea para ser sacerdote o hermano, trae consigo algo único, una idiosincrasia por la cual Dios lo llamó. A los Hermanos —consagrados y candidatos— les corresponde desarrollar sus talentos mediante el estudio y la oración, y ponerlos en práctica en las misiones que se les confíen. A la Congregación le corresponde crear los espacios necesarios para que los Hermanos puedan formarse, desarrollarse y actuar donde su talento tenga mayor valor para la misión.

En mis primeros años en la Congregación conocí muchos Hermanos. Uno de ellos era profesor, director de teatro, sacristán y hortelano. Siempre sencillo en su trato, hacía cosas extraordinarias sin llamar la atención. Podía dirigir un ensayo con las manos aún sucias de trabajar en la huerta. Cautivaba sin decir mucho y siempre estaba dispuesto a servir, sin importar la tarea. Me fascinó. No podía imaginar a un sacerdote —siempre ocupado con los sacramentos— dedicándose a una variedad tan amplia de actividades. Aprendí mucho de la sencillez de ese Hermano: me enseñó que no hace falta ser todo o nada, sino hacer todo lo que la misión permite y exige.

Ser Hermano en la Congregación es abrirse a la diversidad de exigencias del servicio a los pobres. Es poner al servicio de Dios y de los pobres lo mejor de uno mismo. Como dijo recientemente el P. Tomaz Mavric en una carta, la Congregación está compuesta por dos pulmones —sacerdotes y hermanos— y si uno se debilita o desaparece, el otro no sobrevivirá por mucho tiempo. Por eso es necesario promover la vocación del Hermano, para que la misión vicenciana pueda respirar a pleno pulmón.

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