Al recorrer el breve capítulo III de las RC de la CM sobre la pobreza, saltan a la vista tres evidencias. La primera es el punto de partida –y es una constante– que motiva todo lo que sigue: es la persona de Jesucristo (n. 1). La segunda evidencia es que se habla siempre y solo de la virtud de la pobreza, la cual –respecto al voto– es como el contenido respecto al continente (nn. 1,2,10). La tercera evidencia es la centralidad de la persona del Superior (nn. 3,4,5,6,8,9) dentro de la comunidad, en la gestión de los bienes tanto personales como comunitarios. San Vicente presenta un Jesús totalmente pobre: “Abrazó la pobreza hasta el punto de no tener dónde reclinar la cabeza”, Él “a quien pertenecen todos los bienes”. Completa el ejemplo de Cristo añadiendo otro aspecto muy importante para los misioneros: “Constituyó a los colaboradores de su misión, es decir, a los apóstoles y discípulos, en tal grado de pobreza que no poseían nada propio”.
El primer fin de seguir a este Cristo pobre –y de aceptar, como los discípulos, el deseo de vivir con él– no es otro que el de ser y estar libres para combatir con soltura aquello que es la ruina de casi todo el mundo: el deseo ávido de riqueza. Pero hay un segundo fin: la pobreza “constituirá un baluarte (propugnaculum) inexpugnable, mediante el cual, con la gracia de Dios, la Congregación permanecerá estable para siempre”. En otro lugar dirá que una de las principales causas de la ruina de las congregaciones es el enriquecimiento. Además, “a ejemplo de los primeros cristianos, todo será común entre ellos y todo se les distribuirá por los Superiores…”. Las referencias bíblicas a la comunión de los bienes son evidentes (cf. Hch 2,42; 4,32-35; 5,1-11).
San Vicente se preguntó –en una conferencia– en qué consistía la virtud de la pobreza y respondió: “Es una renuncia voluntaria a todos los bienes de la tierra por amor a Dios y para servirle mejor y cuidar nuestra salvación; es una renuncia, una indiferencia, un abandono”. Distinguió entre renuncia exterior e interior. Ambas son necesarias, pero sobre todo la interior, fuente y raíz de la exterior. Tanto es así que “renunciar exteriormente a los bienes de este mundo y mantener el deseo de poseerlos, es no hacer nada, es burlarse y aparentar ser mejor” (cf. RC, n. 10: “Cada uno se cuidará bien de que este mal [=deseo desordenado de los bienes temporales] no se apodere de su corazón, ni siquiera con el pretexto de aspirar a beneficios eclesiásticos bajo apariencia de un bien espiritual”).
Un valor central de la virtud de la pobreza para san Vicente es la indiferencia hacia las riquezas, en forma de renuncia, desapego y abandono. Pero no para detenerse ahí, en lo negativo, sino para amar más a Dios, servirle mejor, adquirir libertad frente al apego a los bienes temporales, ser libre ante ellos y no sentir amargura si faltan.
En síntesis: para san Vicente, los elementos constitutivos de la pobreza de los misioneros son los siguientes: 1 – la imitación de la pobreza de Cristo evangelizador de pobres; 2 – la comunión de los bienes, respetando el derecho a poseer y administrar algunos bienes personales; 3 – el uso recto y moderado de los bienes, comunitarios y personales, es decir, un estilo de vida sencillo determinado por la vida comunitaria y la misión; 4 – la buena administración de los bienes para servir a los pobres. Los bienes de las comunidades vicencianas son “patrimonio de los pobres”.
Cada uno de estos principios contiene o inspira –como dijo el Santo– innumerables actos o expresiones de pobreza que se determinan mediante un adecuado discernimiento, frente a la abundante casuística que puede presentarse. Al reunir estos principios, podemos hablar de pobreza vicenciana. Por tanto, la pobreza vicenciana es más funcional que testimonial. Puede ser radical, moderada y pluriforme, según la exigencia de la misión y el servicio a los pobres.
Si queremos trazar, aunque sea a grandes rasgos, los límites de la pobreza vicenciana, podríamos decir: la pobreza personal tiene como límite mínimo lo establecido y como horizonte lo que el Espíritu pide al misionero, sin perder de vista su pertenencia a la comunidad y las exigencias de su vocación; la pobreza comunitaria tiene como límite mínimo lo establecido: cumplir lo que se establece respecto a la adquisición de bienes, poner los bienes en común, usarlos con discreción, administrarlos conforme a las leyes; y como horizonte lo que requieren las exigencias de una comunidad de personas entregadas a Dios, para la evangelización y el servicio a los pobres. San Vicente no fue un místico de la pobreza, no se interesó tanto por la pobreza como por los pobres y por la pobreza de los pobres. Todo el interés que tuvo por la pobreza, como virtud o voto, fue por la repercusión que su práctica podía tener, directa o indirectamente, sobre los misioneros, entregados a Dios para evangelizar y servir a los pobres. La pobreza vicenciana se justifica y se explica a la luz de la misión vicenciana.
P. Giovanni Burdese CM
(Provincia Italiana de la C.M.)