Cuando San Pablo, en 1Tim 4, 14, le recuerda a Timoteo que no debe descuidar el don espiritual que posee por la imposición de manos, se refiere al don de la enseñanza.
En cambio, al recordarle en 2 Tim 1, 6.7, que debe reavivar el don de Dios que recibió por la imposición de manos del mismo Pablo, se refiere al testimonio que debe dar con su vida. Y añade Pablo que ese don del Espíritu Santo no es un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y templanza.
La vocación misionera que vivimos puede debilitarse debido a múltiples factores; pero Pablo menciona uno de los más preocupantes: la cobardía. En ese entonces, la cobardía no tenía por qué ser un refugio ante las persecuciones que, hasta más tarde, iban a exigir las semillas y los frutos de la fe y de la sangre de los mártires.
Se trataba, más bien, del peligro de acobardarse ante un mundo establecido en el orden y el poder, bajo el Imperio, que podía considerar la voz profética de los misioneros evangelizadores como un débil intento de querer socavar el bienestar común.
Aquello resulta bastante parecido a lo que vivimos en estos tiempos, propios de una sociedad establecida con una gran capacidad de mentirse a sí misma. Una sociedad que, antes de escuchar la voz del misionero, prefiere escuchar su propio silencio ante las grandes preguntas que hay sobre el sentido de todo. Y muchas veces acompañada del silencio de los buenos. Una sociedad que no nos pedirá que le hablemos de un mundo mejor, sino de aquello que ella ya domina y controla.
En el número 80 de Evangelii gaudium, termina el Papa Francisco con la exclamación: ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero! Y sigue, en los números 81 al 83, hablándonos de la acedia paralizante. La describe como el resultado de “las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable” (EG, 82).
De las diferentes causas que pueden provocar la acedia, es muy necesario analizar la que el Papa describe como pérdida del contacto real con el pueblo, para prestar más atención a la organización que a las personas, les entusiasma más la “hoja de ruta” que la misma “ruta”. Ciertamente, si nos refugiamos en la dudosa seguridad de la institución en lugar de correr los riesgos del camino que hay que hacer al evangelizar, quizá podamos atribuir a esta forma de vivir lo que Pablo rechaza como “cobardía”.
Un defecto que en la historia se repite, es el movimiento que va trasladando el máximo interés por una propuesta nueva hacia el máximo interés por la institución que surge de dicha nueva propuesta.
La Iglesia nació de la acción del Espíritu del Resucitado; el problema es cuando, en el mismo seno de la Iglesia, hay poderes más preocupados por la fortaleza, seguridad, economía y prestigio mundial de la Institución eclesial y mucho menos por la fidelidad que ésta debe tener a Jesús el Señor.
El miedo razonable puede ser positivo y necesario para prevenir amenazas, pero el miedo que se niega a ser razonado se convierte en cobardía.
Frente a las dificultades de cualquier clase que experimentamos en la misión, necesitamos, más que nunca, la fortaleza, el amor y la templanza que Pablo pide para Timoteo.
Es necesario reavivar el don de nuestra vocación misionera. Y, específicamente, es necesario reavivar la fuerza que nos han de dar nuestros votos. Concretamente, por el voto específico de ESTABILIDAD, “nos comprometemos a permanecer toda la vida en la Congregación dedicados a conseguir su fin…” (Constituciones, 39).
Cuando cedemos al cansancio misionero, damos entrada en nosotros a la acedia, la cobardía, el pesimismo estéril. El problema es que no sólo en nosotros se va debilitando la vocación misionera, sino que esas actitudes las vamos contagiando, quizá sin darnos cuenta, a la Congregación de la que somos miembros. En tal caso, el voto de estabilidad no es garantía y riqueza para la Congregación de la Misión, sino enfermedad y pérdida. Quiera el Señor que no se convierta nunca en amenaza de pandemia.
Con el carisma de San Vicente en nosotros, es necesario reavivar también la riqueza de las virtudes con que vivimos la espiritualidad de nuestra vocación.
Podríamos relacionar las virtudes que Pablo le pide a Timoteo con las que nos pide nuestra vocación vicentina. El P. Robert Maloney ha actualizado muy acertadamente las virtudes de nuestra Congregación.
Así, por ejemplo, es que cabe pensar en la FORTALEZA que pide San Pablo como aquella virtud que en nuestra Congregación formulamos como CELO POR LAS ALMAS. Un celo que no sólo se dirige a realizar de la mejor manera el servicio a los pobres, sino que también se debe relacionar con la misión que se le confía a nuestra pastoral vocacional.
Cabe relacionar también la TEMPLANZA que le pide Pablo a Timoteo con nuestra virtud de la MORTIFICACIÓN. Podemos encontrar dificultades para aceptar, hoy, esta virtud en la medida que la dirijamos a nuestra dimensión más física o emocional. Sin embargo, puede ser bien entendida y vivida sabiéndola ubicar en la dimensión espiritual. Entendiendo la mortificación como la capacidad de renunciar a una cosa buena para conseguir otra mejor, es posible que veamos la riqueza que hoy puede tener esta virtud.
Concluyendo esta reflexión, desde lo que Pablo ha compartido con Timoteo en sus dos cartas, debería resonar en nuestro corazón el deseo de reavivar el don de nuestra vocación.
Y hacerlo con las mismas actitudes que pide Pablo:
“proclama la palabra, insiste a tiempo y destiempo, convence, reprende, exhorta con toda paciencia y pedagogía” (2 Tim 4, 2).
Mons. Luis Solé Fa, CM.