La tradición de la Iglesia ha querido fijar, cerca de Todos los Santos, un día dedicado al sufragio. Desde los inicios (pensemos en el impulso cluniacense), la comunidad cristiana ha comprendido que recordar a los difuntos no significa cultivar el pasado, sino dejarse convertir por el Evangelio de la Resurrección. Consideremos el 2 de noviembre como una «escuela de esperanza»: aprendamos a leer nuestra vida y nuestra historia a la luz de Cristo resucitado.
La fe no nace de teorías bien estructuradas: nace de un encuentro. Es la experiencia de Pablo; es la lección de Elías en el «susurro de una brisa suave»: Dios se hace cercano en la concreción de la vida, no en el estruendo. También para nosotros, vicentinos, la Escritura y el Magisterio no son un archivo que consultar, sino puertas abiertas al encuentro cotidiano con el Resucitado que nos habla en la Palabra, en la Eucaristía y en los pobres.
San Vicente de Paúl nos recuerda un criterio sencillo y liberador: escuchar a los últimos. No era raro que pidiera consejo a los hermanos y hermanas más humildes: un portero, una cocinera… Es un rasgo típico del carisma: al Espíritu le gusta atravesar las voces no evidentes, las que a menudo no cuentan a los ojos del mundo. Por eso, en estos días, elegimos escuchar a las familias en duelo, a los ancianos solos, a quienes llevan heridas ocultas: también a través de ellos el Señor reaviva la esperanza.
La historia de la Iglesia está salpicada de rostros «fuera de lo común» que han llamado a todos a lo esencial del Evangelio. No es la fama lo que hace la verdad, sino la conformación a Cristo. Dejémonos provocar por aquellos que, aunque incomprendidos, han dado testimonio del Evangelio con claridad. El 2 de noviembre nos pide también esto: reconocer las huellas de Dios donde no lo pensaríamos, para reencontrar el camino.
En la escuela de Jesús aprendemos un estilo: sin máscaras espirituales. El Señor se reveló en la fragilidad del «Ecce Homo» y en el gesto humilde de lavar los pies. Para la Familia Vicenciana, esto se traduce en un servicio concreto, sobrio, capaz de inclinarse. El duelo y la muerte nos recuerdan que solo el amor permanece: por eso, nuestro culto más verdadero es la caridad activa.
La Eucaristía es el lugar donde la promesa se hace presente: aquí aprendemos que la vida se «transforma». Celebrar por los difuntos no es un acto mágico, sino la adhesión confiada a un proceso pascual que ya nos concierne. Para San Vicente, la Eucaristía siempre florece en el servicio: lo que adoramos en el altar lo reconocemos en las llagas de los pobres.
Este año, como Familia Vicenciana, queremos que el sufragio se convierta en caridad concreta: cada casa, comunidad y grupo elige un rostro al que servir (una viuda, un anciano solo, una familia en dificultades) «en nombre» de sus seres queridos difuntos. Es la forma más evangélica de decir que el amor no muere.
Entramos en el 2 de noviembre con el paso de quien confía. No busquemos palabras perfectas; pidamos al Señor corazones sinceros. Que el Resucitado transforme nuestra nostalgia en consuelo y nuestra memoria en servicio. Y mientras pronunciamos los nombres de nuestros seres queridos, dejemos que resuene en nosotros la promesa: «A tus fieles, Señor, no se les quita la vida, sino que se transforma».
Que San Vicente y Santa Luisa nos obtengan una mirada humilde y un paso rápido: allí donde la muerte parece decir la última palabra, queremos servir a la vida.