El 23 de octubre, la Familia Vicenciana recuerda al padre Giovanni Battista Manzella, sacerdote de la Congregación de la Misión, hombre de fuego evangélico y ternura infinita, conocido por todos como el trompetista de Cristo.
Nacido en Soncino (Cremona) en 1855, Giovanni Battista conoció pronto el esfuerzo y la dignidad del trabajo: ayudaba a su padre, fabricante de colchones, aprendiendo el valor de las manos trabajadoras y del sacrificio. En Lecco descubrió la espiritualidad de San Vicente de Paúl y, tras años de discernimiento, ingresó en la Congregación de la Misión en Turín. Ordenado sacerdote en 1893, a los 38 años, vivió cada día como una llamada a servir a Dios en los pobres y los humildes.
En 1900 fue enviado a Cerdeña, donde pasó casi cuarenta años de misión. Fue director espiritual del seminario de Sassari, superior de la casa vicenciana e incansable predicador de misiones populares. Por dondequiera que pasaba, su anuncio dejaba huella: confesiones, conversiones, obras de caridad, nuevas cofradías y Conferencias de San Vicente.
Su predicación era sencilla, viva, popular. Para llamar a la gente utilizaba una pequeña trompeta, como los pregoneros de la época. Desde entonces le llamaron «el trompetista de Cristo»: alguien que nunca callaba la buena nueva, que hacía resonar el Evangelio incluso en las plazas más olvidadas, en las casas de los pobres, en los corazones más lejanos.
El padre Manzella fue también fundador, en 1927, de las Hermanas de Getsemaní, junto con la madre Angela Marongiu. Pensó para ellas una doble vocación, apostólica y contemplativa: un apostolado entre las jóvenes pobres y una espiritualidad centrada en la Eucaristía y en la Pasión del Señor.
En su época, marcada por fuertes tensiones sociales y anticlericalismo, el P. Manzella supo responder con mansedumbre y con la fuerza del bien. No se cansaba de repetir que «evangelizar significa servir con amor». Era padre de los pobres, amigo de los trabajadores, consolador de los enfermos. Daba todo lo que tenía: más de una vez, en la calle, ofreció sus zapatos a quienes no los tenían.
Murió en Arzachena el 23 de octubre de 1937, mientras predicaba una misión. Una hemorragia cerebral lo sorprendió durante la predicación; quedó ciego, pero sereno, hasta el final. Todos ya lo llamaban «el santo Manzella», y así siguió viviendo en la memoria del pueblo sardo.
Hoy en día, su figura sigue siendo un faro para quienes desean anunciar a Cristo con la alegría y la sencillez de un corazón pobre, recordándonos que la verdadera misión siempre nace del amor concreto y de la cercanía a los más pequeños.
Oh Dios,
que prometiste exaltar a los humildes
y hacer brillar como estrellas a los que enseñan la justicia,
glorifica a tu fiel siervo Giovanni Battista Manzella.
Haz que su ejemplo nos enseñe a amar a los pobres,
a servir con alegría
y a vivir cada día la caridad que transforma el mundo.
Amén.