La sexualidad es un gran don de Dios. La castidad lo custodia. Impide el ejercicio desordenado y salvaje de una fuerza que debemos aprender a dominar. La experiencia de la atracción física es a menudo abrumadora. Por eso sentimos la necesidad de tener puntos de referencia, límites. La rígida moral católica, con todas sus reglas, a veces percibidas como pesadas e inviables, constituye sin embargo un gran mapa a través del cual nos orientamos, nos dejamos guiar. Con el tiempo se descubre que tales reglas, que parecían rígidas y absurdas, son en realidad muy sabias.
Así deben leerse las reglas que San Vicente ofrece para vivir la castidad. Son normas de comportamiento prudente, hechas para evitar caídas desastrosas. San Vicente, sabio conocedor del alma humana, sabe que la carga erótica en ciertos momentos puede traicionar incluso al hombre más espiritual. Por tanto, nadie puede “presumir de sí mismo ni de su propia castidad” (IV,2). En consecuencia, todo misionero “empleará todo el cuidado, diligencia y cautela posibles para conservar intacta la castidad del alma y del cuerpo” (IV,1). Para alcanzar este objetivo, todo misionero “custodiará con mucha atención los sentidos internos y externos”. San Vicente habla de cuidado, diligencia, cautela, atención. Porque es de vital importancia para un misionero alcanzar “un nivel notable en la práctica de la castidad” (IV,4), pues de esta madurez depende la eficacia en la misión. Incluso la sola sospecha – añade San Vicente – sería tan dañina que desacreditaría a toda la Congregación y haría vanos todos los esfuerzos apostólicos (IV,4).
Parecerían preocupaciones exageradas nacidas de cierta sexofobia de la cultura religiosa del siglo XVII. No hay que olvidar que el Grand-Siècle en que vivía San Vicente también ha sido definido como el siglo agustiniano, y es conocido cómo a menudo se ha acusado a San Agustín de haber introducido en la cultura cristiana la desvalorización del sexo, el miedo a la sexualidad, la demonización del placer. Es probable que San Vicente haya sufrido la influencia de cierto pesimismo antropológico de los calvinistas, del rigorismo moral de los jansenistas, o de la espiritualidad de la renuncia de los círculos devotos católicos. Pero más como “atmósfera” respirada en un ambiente y una época, que como una verdadera dependencia de algunas tendencias o doctrinas. La prueba está en el primer párrafo del capítulo IV.
Después de haber recordado el ejemplo de Jesús, que en toda su vida “apreció la castidad” y “deseó infundir ese deseo en el corazón del hombre”, San Vicente asigna a la Congregación el objetivo de encontrarse en un estado: el de estar “animada por un ardiente deseo de poseer esta virtud” (IV,1). Si en las normas prudenciales que siguen, la mirada es más bien negativa, aquí, en el párrafo introductorio, el lenguaje es extremadamente positivo: prevalece, en la visión de la sexualidad, el aspecto del don que hay que custodiar y no el del problema que hay que combatir. El ejemplo es precisamente el de Jesús, que vivió la castidad y enseñó a vivirla como expresión de un amor más grande. A ella no se puede renunciar, así como no se puede renunciar al amor.
La sexualidad es la fuente de la ternura y de los afectos, la raíz de relaciones cálidas y apasionadas, de corazones ardientes, de acciones generosas. La castidad impide que la sexualidad sea vivida para sí misma y pervierta el fin para el cual fue dada al hombre. La castidad, entonces, purifica las intenciones, hace transparente la mirada, afina la sensibilidad, combate la posesión y el egocentrismo.
Si al amor no se “puede” renunciar, sin embargo se “debe” renunciar a la expresión perversa del amor, donde el adjetivo “perversa” significa inclinación desviada, invertida, contaminada, extraviada, corrompida, degenerada. Esta renuncia no es negativa, sino que es signo de equilibrio, de madurez. Es casto no quien renuncia a los sentimientos, sino quien renuncia a su expresión perversa y egoísta. Cada uno tiene derecho a vivir intensamente sus propios sentimientos: la castidad los hace vivir de manera leal, nunca ambigua. La castidad, en esta perspectiva, se convierte en sinónimo de respeto, donación, delicadeza, transparencia. Es la virtud que exalta la capacidad de “hacerse prójimo”.
El aspecto positivo prevalece en San Vicente hasta el punto que llega a aconsejar a un joven misionero tentado contra la castidad, Giacomo Tholard, que no renuncie al ministerio para retirarse a un convento y no sufrir más ciertas tentaciones, sino, al contrario, que se lance aún más en la misión. Si Dios permite tales tentaciones en la misión, significa que lo hace para “educarnos a tener total confianza en Él y a creer en su capacidad de no dejarnos sucumbir a la tentación” (SV II,107). San Vicente añade significativamente: “¡esto me hizo desaparecer una tentación casi similar que sufría en el ejercicio de mi vocación!” (París, 26 de agosto de 1640). Por eso fue a hacer un retiro en la Cartuja de Valprofonde (en 1624). Un santo monje lo ayudó a no tener miedo de su propio ministerio. Dios no quiere misioneros fríos, distantes y, por ello, “alejados” por miedo a caer, sino al contrario, premia a quienes tienen el fuego de la misión, que se lanzan a la disponibilidad radical al servicio pastoral y de la caridad y, por eso, se hacen “prójimos”.
P. Nicola Albanesi C.M.
Provincia Italiana de la C.M.