La vocación misionera, en el carisma de San Vicente, no nace de una iniciativa privada, sino de la eterna voluntad de Dios que llama y destina. Dios es el «eterno llamador» que convoca a seguir a Cristo evangelizador de los pobres; por lo tanto, el lugar de la fidelidad no es una idea, sino una pertenencia: la Misión es «donde Dios nos quiere» y en ella se buscará el consuelo y la perseverancia, siempre que la llamada sea genuina y desinteresada.
Esta perspectiva teológica orienta toda la hermenéutica de la cultura vocacional: primacía de la voluntad de Dios y discernimiento para reconocer sus signos en la historia concreta; no reclutamiento, sino escucha del Espíritu que configura a Cristo y envía.
En el Evangelio proclamado en Nazaret (Lc 4,18), Cristo se manifiesta como Enviado a los pobres; Vicente asume este paso como programa y «forma» de su propia existencia y de las obras nacidas del carisma. Todos los ministerios vicentinos —misiones populares, reforma del clero, servicio de la caridad— solo son inteligibles a partir de aquí: seguir a Jesucristo, evangelizador de los pobres.
Los acontecimientos fundacionales de 1617 (Folleville y Châtillon) son el paradigma de una pedagogía vocacional: «salir, ver, llamar», dinámica pascual que libera del repliegue y hace de la Iglesia un pueblo que sale al encuentro de los pequeños.
La vocación misionera es eclesial: nace en la Iglesia y para la Iglesia, se alimenta de la comunión y se expresa en una amplia sinergia de carismas y estados de vida (colegas, Hijas de la Caridad, laicos de la Familia Vicenciana). Los Estatutos reafirman la corresponsabilidad en las misiones ad gentes, la preparación para los contextos culturales, el diálogo con el clero y los laicos, y el cuidado de la formación teológico-espiritual para un servicio adecuado a los tiempos.
En el corazón de esta eclesiología se encuentra el voto/propósito de estabilidad: entregarse totalmente al seguimiento de Cristo evangelizador de los pobres y permanecer en la Congregación durante toda la vida; es un acto litúrgico-eclesial que sella la misión como culto espiritual agradable a Dios.
La tradición vicenciana transmite una espiritualidad practicable en cinco virtudes —sencillez, humildad, mansedumbre, mortificación, celo por las almas— que constituyen el habitus del ministro evangélico. Las Reglas comunes esbozan su perfil: palabra sencilla y transparente, prudencia evangélica, mansedumbre que conquista los corazones para Cristo, humildad que eleva al cielo. Así es como el misionero se convierte en signo sacramental del amor de Dios entre los pobres.
En esta clave se comprende la famosa máxima: «Amemos a Dios… a costa de nuestros brazos». La caridad —teologal y operativa— es criterio de verdad: los pensamientos y los afectos se verifican en el paso a la acción, en la instrucción de los pobres, en la búsqueda de la oveja perdida, en la aceptación de las faltas y las enfermedades por amor. Es una espiritualidad eucarística, que se consume en el servicio.
Los Estatutos recuerdan que la oración (Escritura, Eucaristía, meditación, examen, ejercicios, dirección espiritual) no es accesoria, sino principio formal de la misión: la acción brota del altar y vuelve a él. La liturgia de la Iglesia genera una «liturgia de lo cotidiano» en la que el misionero ofrece los cuerpos, las horas, el esfuerzo, como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios.
Así, la acción eclesial —misiones populares, reconciliación social, educación del clero— se convierte en epíclesis sobre el mundo: el Espíritu del Resucitado transforma el tejido humano en obras de justicia, paz y misericordia. La propia historia atestigua cómo la predicación sencilla y la mansedumbre vicenciana han recomponido enemistades y abierto caminos de paz.
Una teología de la vocación que se deja guiar por el Espíritu rechaza tanto el pesimismo estéril como el activismo sin alma. La época actual no es un «post-algo» que hay que sufrir, sino un tiempo favorable para dar razón de la esperanza y ejercer el «amor inventivo al infinito». La fidelidad a nuestra vocación misionera exige hoy imaginación evangélica y comunión.
Padre, que en Cristo has manifestado al Evangelizador de los pobres,
envía tu Espíritu sobre tu Iglesia, para que suscite hombres y mujeres
conformes al Hijo, pobres y para los pobres.
Renueva en nosotros la estabilidad del amor,
la sencillez de la verdad, la mansedumbre que sana,
la humildad que eleva, el celo que arde.
Haz de nuestra vida una liturgia misionera,
para que el mundo crea y los pobres sean evangelizados. Amén.