Nuestro Santo Fundador, San Vicente de Paúl, en una ocasión exhortó a las primeras Hijas de la Caridad con estas palabras: “De forma que esta oración está inspirada por el Espíritu Santo. Así pues, hijas mías, el rosario es una oración muy eficaz, cuando se hace bien… Por eso vemos a tantas almas santas unidas para alabar a Dios y a la Santísima Virgen… Así es, mis queridas hermanas, como tenéis que rezar el rosario; y tenéis que tener cuidado de cumplir bien con lo mandado; es vuestro breviario” (IX, 1145-1146).
¿A qué viene esta reflexión de San Vicente? En aquella época, las religiosas rezaban en coro el breviario, y esta realidad causaba inquietud entre las Hijas de la Caridad, quienes no sabían si debían rezar de igual forma. Como no todas ellas eran letradas, el Fundador las instruyó, aclarando que, por no ser religiosas de coro, no estaban obligadas al oficio divino. Para zanjar la dificultad, les indicó que, quienes no sabían leer, podían acercarse al Señor de la mano de María rezando con fe el rosario.
A lo largo de dos siglos, estas “pobres aldeanas” rezaron con constancia y fe el rosario, una antigua tradición introducida por Santa Luisa de Marillac, quien añadió como legado el rezo de la oración: “Santísima Virgen María, creo y confieso tu santa e inmaculada Concepción…” en cada decena del rosario. Esta devoción fue un modo de proclamar a María como Inmaculada, incluso antes de la proclamación oficial del Papa Pío IX en 1854. En gratitud, María se manifestó a una joven Hija de la Caridad, Catalina Labouré, para confiarle el tesoro de la Medalla de la Inmaculada, conocida como la Medalla Milagrosa.
Esta reflexión sobre la elección de María la escuché de nuestro benemérito director del Seminario Interno, el P. Fenelón Castillo, c.m. Él considera que la elección de una joven humilde e iletrada, como Catalina, para recibir esta revelación, encierra un mensaje profundo: Dios elige a los pequeños para manifestar sus tesoros. De manera similar a las palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y las has revelado a la gente sencilla” (San Mateo 11, 25-27). Esto no implica que debamos abandonar la reflexión teológica y mariológica, sino que estamos llamados a hacerla desde la perspectiva de nuestros hermanos pobres y abandonados, quienes poseen los verdaderos “tesoros del Reino”. Caminamos con ellos cada día en el trabajo misionero, junto a aquellos que, en palabras del Papa Francisco, “viven en la periferia” de nuestro mundo.
La Virgen le entregó la medalla a Sor Zoé Catalina, no para su gloria y usufructo, sino para que ella y sus hermanas de la Compañía y sus hermanos de la Congregación de la Misión fuéramos los instrumentos que la diéramos a los pobres, y con ellos experimentar en nuestras vidas el paso de María. Sí, fueron los pobres y no nosotros, quienes la denominaron para siempre la MEDALLA MILAGROSA.
Qué profundo el aporte que nos hace al respecto el P. Juan Patricio Prager, c.m.: “La Medalla apareció en una época en que el racionalismo y el positivismo crecían. Con símbolos sencillos la Medalla llamó la atención a una presencia providencial sin medida. En un momento histórico que rechazaba los símbolos por ser sentimentales y supersticiosos, la medalla puso en las manos de los pobres una manifestación de la protección de Dios. Contra la sabiduría común, la medalla recordó una verdad muy humana: la necesidad de símbolos, es decir, que la humanidad ha de expresar ciertas realidades invisibles (el amor, la fe, el compromiso) en formas simbólicas”.
Qué gran tesoro tenemos en nuestras manos, siendo nuestra responsabilidad “no dar las perlas a los cerdos» (San Mateo 7,6) … pues la Sagrada Medalla, como la llama la liturgia, puede convertirse en un talismán mágico, como tristemente es utilizada por algunos, no para ir a Dios y a María, sino para hacer el mal y pisotear los tesoros del Reino. La medalla de María siempre nos invita a mirarla, llevarla con fe y recordarnos que ella es nuestra Madre, la peregrina de la fe, que no nos desampara nunca, ni en la vida ni en la muerte.
Solo quien tiene un corazón de pobre, puede reconocer en la simplicidad de la medalla el rostro de la Madre, que siempre nos acompaña, haciéndonos memoria de nuestro ser de hijos de Dios y de peregrinos en esta nuestra historia de hoy.
La Medalla es, en muchos sentidos, un catecismo en imágenes que cualquier persona, por pobre o iletrada que sea, puede entender. Antes de ofrecerla a los pobres, hagamos nosotros mismos el ejercicio de contemplar y reflexionar sobre sus símbolos. Esto enriquecerá nuestra oración y permitirá una verdadera comunión con los pobres.
En el anverso:
En el reverso:
A las puertas del cuarto centenario de la Congregación de la Misión, desde ya nos vamos preparando con un recuerdo agradecido, por su amor para con nosotros, y con toda la Familia Vicentina, celebraremos con gozo en el 2030, el bicentenario de su maternal visita.
A ti Virgen Milagrosa “tú que hablas por aquéllos que no tienen lengua y no pueden hablar» (San Vicente de Paúl, IX, 733) continúa hablando ante tu Hijo por los pobres, sus predilectos y por cada uno de nosotros, operarios de su Evangelio en nuestro aquí y ahora.
Marlio Nasayó Liévano, c.m.