Al convocar el Jubileo Ordinario del 2025, con la Bula Spes non confundit, el Papa Francisco quiso recordar el significado antropológico-espiritual de la peregrinación que caracteriza este evento eclesial: “Ponerse en camino es un gesto típico de quienes buscan el sentido de la vida” (n. 5). Ciertamente, la peregrinación es una de las más significativas metáforas de la existencia humana, de su dinamismo, de sus exigencias, de sus subidas y bajadas. Ya lo afirmaba el inquieto Agustín de Hipona, al declarar que “somos todos caminantes, peregrinos en camino”.
A continuación, echaremos un vistazo a los itinerarios de dos peregrinos San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac. El punto de convergencia entre ellos no es otro sino el seguimiento de Jesucristo, asumido con convicción y pasión, en el dinamismo del amor a Dios y al prójimo, bajo la guía del Espíritu, mediante un proceso continuo de conversión. Por lo que vivieron, San Vicente y Santa Luisa nos recuerdan lo que enseña la más genuina tradición de la Iglesia, o sea, que la peregrinación cristiana es un camino gradual de purificación del corazón, de configuración con Cristo y de unión plenificante con la Trinidad.
El itinerario espiritual de San Vicente le llevó a salir de la esfera estrecha de la autorreferencialidad y le empujó hacia el camino de la adhesión total a Jesucristo, contemplado y seguido como el enviado del Padre para evangelizar a los pobres. Ensanchando el corazón y la mirada de Vicente con el ímpetu de la caridad, Cristo le hizo peregrinar hacia Dios y hacia los más pequeños de sus hermanos. La persona de Jesucristo se convirtió, entonces, en el espejo ante el cual los contornos de la vida de Vicente de Paúl se iban plasmando y perfeccionando gradualmente, particularmente su búsqueda constante de la voluntad del Padre y su dedicación generosa a los más despreciados de su tiempo. Y así se fue perfilando el itinerario de San Vicente a lo largo de los años, con la mirada penetrante de la fe, la fuerza invencible del amor y el horizonte alentador que le abría la esperanza.
En efecto, como peregrino de la caridad misionera y de la esperanza que no defrauda, Vicente de Paúl esparció las semillas del Reino, acercándose a los más débiles de su tiempo y contagiando a un sin número de personas para proclamar el amor salvador de Dios que viene al encuentro de su pueblo, a fin de confortarlo, fortalecerlo y alegrarlo. Y lo hizo con la hondura y la cordura de una vida libre y apasionadamente entregada al bien de sus hermanos, en proceso de conversión y mejora continua, concientizándose cada vez más nítidamente de que el amor fiel es el amor que se apoya en la esperanza y así crece y se renueva sin cesar.
San Vicente se consideraba indigno de la vocación que recibió y se reconocía pequeño frente a la grandeza de su misión. Sin embargo, la conciencia de la preciosidad del don le estimulaba a ser siempre más agradecido, esperanzado y perseverante. Sabía que Jesucristo no podía ser menos que el centro dinamizador de toda su existencia, el contenido fundamental de su mensaje, la regla de la misión, el modelo perfecto de la caridad. Por ello, entre los pobres y entre todos los que formaban parte de su historia, “juzgaba no saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1Cor 2,2). Desde ahí, de la amorosa entrega del Hijo de Dios, sacaba la sabiduría para sus discernimientos, la santidad que enmarcaba su existencia, el acicate de su entrega, el vigor de sus acciones, el empuje de su peregrinación. He aquí lo que dijo a sus Misioneros:
“Miremos al Hijo de Dios: ¡qué corazón tan caritativo! ¡Qué llama de amor! (…). Hermanos míos, si tuviéramos un poco de ese amor, ¿nos quedaríamos con los brazos cruzados? ¿Dejaríamos morir a todos esos que podríamos asistir? No, la caridad no puede permanecer ociosa, sino que nos mueve a la salvación y al consuelo de los demás” (SV XI-4, 555).
Y, si quisiéramos conocer las actitudes que mantenían al peregrino Vicente de Paúl en fina sintonía con la humanidad de Jesucristo, el peregrino del Padre, sería suficiente con volver a las bienaventuranzas (cf. Mt 5,1-12). Estas se constituyen en una perfecta síntesis de la conducta de los discípulos de Cristo, “el carnet de identidad del cristiano”, como resume el Papa Francisco (Gaudete et exsultate, n. 63). El mismo Vicente dirá a las Hijas de la Caridad: “Estas son, mis queridas hermanas, las máximas del Hijo de Dios y las que practicó y enseñó de ordinario cuando estaba en el mundo. Pues bien, hay que abrazarlas con ardor, puesto que tenéis que amar lo que Nuestro Señor ama y odiar lo que odia” (SV IX-2, 769). Pisando firme en las huellas de Jesús, San Vicente vivió y compartió ejemplarmente las bienaventuranzas y ellas se fueron imprimiendo como los rasgos de su perfil de peregrino del Evangelio de la esperanza:
Toda la existencia de Vicente de Paúl fue una maravillosa actualización de las bienaventuranzas que estamos llamados a vivir, revistiéndonos del espíritu de Jesucristo para entrar en la dinámica del amor incondicional a Dios y al prójimo, eje de la caridad que nos identifica, caridad que se apoya en la esperanza que nos impulsa en nuestra peregrinación hacia el corazón de la Trinidad.
Inspirándonos en el mensaje que el Papa Francisco dirigió a toda la Iglesia en el Día Mundial del Migrante y del Refugiado, quizás podamos recoger, en seis pares de verbos, unas actitudes muy sintonizados con la peregrinación a la que nos disponemos como evangelizadores y servidores de los pobres en las huellas de San Vicente: conocer para comprender, no simplemente los números de las estadísticas, sino las personas, sus historias, sus dramas; hacerse prójimo para servir con amor, valentía y gratuidad, superando las distancias impuestas por los miedos y prejuicios; escuchar con atención y respeto para reconciliarse con aquellos a quienes muchas veces despreciamos y rechazamos en razón de su condición y origen; compartir lo que poseemos para crecer juntos como hermanos, sin dejar fuera a nadie; involucrar para promover, valorando la riqueza humana de los más pobres, estimulando sus potencialidades, incentivando su protagonismo, abriendo caminos de hospitalidad, fraternidad y solidaridad; colaborar para construir, superando las discordias y las divisiones para trabajar juntos en la viña del Reino, preservando la Casa Común y promoviendo a aquellos que experimentan la precariedad y el abandono mientras peregrinan en busca de seguridad, trabajo, pan y paz.
Y, si todavía nos faltase algún otro estímulo para proseguir en la peregrinación que San Vicente nos indica, nos quedarían sus palabras llenas del frescor de su sabiduría y del ardor de su caridad, palabras que nos invitan a caminar juntos en los senderos por los cuales el Señor mismo nos quiere conducir:
“¡Qué felices seremos si Nuestro Señor nos da la gracia de que nos pongamos totalmente en sus manos y si las dificultades del camino por donde nos conduce, en vez de repugnarnos, nos resultan agradables y si, en vez de alejarnos de nuestro soberano bien, nos acercan a él! Para ello, debemos ayudarnos mutuamente, soportándonos unos a otros y buscando la paz y la unión; porque ése es el vino que alegra y robustece a los viajeros en ese camino estrecho de Jesucristo. Es lo que le recomiendo con todo el cariño de mi corazón” (SV IV, 254).
En la persona de Santa Luisa, descubrimos otra vocación peregrina, el itinerario exodal de quien, saliendo de la esfera de su yo y de su mundo, se puso en camino, siempre más permeable a los toques del Espíritu y a los clamores de los pobres. Por la fecundidad de su vida y la creatividad de su genio, constatamos fácilmente que esta mujer de fibra evangélica supo conservar, hasta el último suspiro, la jovialidad de su alma, fruto de la esperanza que no defrauda. En la Exhortación Apostólica Christus vivit, dirigida especialmente a los jóvenes, el Papa Francisco recuerda que la “sana inquietud que se despierta especialmente en la juventud sigue siendo la característica de cualquier corazón que se mantiene joven, disponible y abierto” (n. 138). He ahí un hermoso retrato de Luisa de Marillac, ella que se mantuvo siempre joven, disponible y abierta.
Formada en la escuela del Evangelio y acompañada por el Padre Vicente, de quien se convertirá en una eximia colaboradora, Luisa no se cansará jamás de mantener su mirada fija en el Señor que se identifica de manera inequívoca con los hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos y encarcelados, con todos los que sufren y carecen de atención, con aquellos a quienes no se les respeta en su vida o cuya dignidad no es reconocida, es decir, con los pobres de todos los tiempos y lugares. Aún más: el Señor nos asegura que todo lo que hacemos o dejamos de hacer a los más pequeños de los hermanos, es a él mismo a quien se lo hacemos o dejamos de hacer (cf. Mt 25,31-46).
A partir de su encuentro personal con Cristo, a quien llamaba “viajero aquí en la tierra” (SL C. 281), Luisa de Marillac intuyó que no podría vivir de otra manera sino en su seguimiento, cautivada por su humanidad e identificada con su misión, amándolo sin reservas y amando al prójimo con la intensidad con que él lo amó. En el misterio de la kenosis salvadora del Verbo encarnado, su única esperanza (spes unica), Luisa contempla el vértice del amor unitivo a Dios (religión) y del amor oblativo a los demás (caridad), como lo había hecho también Vicente de Paúl, a quien ya se había hermanado en el discernimiento de la voluntad de Dios, en el servicio a los pobres y en la gestación de lo que será la Compañía de las Hijas de la Caridad. Así, Luisa lograría experimentar en sí misma la libertad y la felicidad, la madurada juventud de quien había descubierto, en la santa humanidad de Jesús de Nazaret, la atmósfera sin la cual la vida del bautizado no fructifica, una fuente de sentido, un camino de santidad y un impulso de caridad (cf. SL E. 22. 23. 69). Dócil al espíritu de Cristo y teniendo siempre ante los ojos el misterio de la Encarnación, recordará que, para reconciliarnos con el Padre, “vino el Hijo de Dios en persona haciéndose peregrino, ya que su vida fue una continua peregrinación, que debe ser el modelo de la nuestra. Por eso, he tomado la resolución de fijarme cuidadosamente en su santa vida para tratar de imitarla; me he detenido con insistencia en el nombre de cristiano que llevamos pensando que requiere conformidad (con Cristo)” (SL E. 58).
En este itinerario apasionante de conformidad con nuestro Señor en su puro amor, no le resultó difícil a Luisa de Marillac acercarse a los más pobres, reconociéndolos como “miembros de Jesucristo” (SL C. 115), sirviéndoles corporal y espiritualmente (cf. SL C. 542), con gestos de ternura y compasión (cf. SL C. 449), tal como lo había aprendido del peregrino del Padre y viajero del Reino. De esa forma, la siempre joven Luisa actualiza para nosotros la enseñanza del Evangelio: a la luz de la fe, vemos a quienes sufren y pasan necesidad como sacramentos de Jesucristo. A partir de ellos, de sus dolores y esperanzas, el Señor interpela nuestra conciencia, despierta nuestra juventud, invitándonos a salir de la indiferencia y la comodidad, instigándonos a redescubrir la belleza de la vida en la alegría de amar y servir. Y cuando aceptamos esta invitación suya, cuando salimos de nuestras zonas de confort y nos dejamos rejuvenecer por la caridad, entonces nos convertimos en sacramentos del amor compasivo de Cristo hacia sus hermanos más pequeños y nos abrimos a la esperanza del Reino que nos ha sido preparado, ciertos de que, como dice el Papa Francisco, “nuestra vida en la tierra alcanza su plenitud cuando se convierte en ofrenda” (Christus vivit, n. 254).
Como Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, también traemos en nuestros corazones inquietudes, preocupaciones, anhelos y esperanzas. Como ellos, también nosotros caminamos al lado de otras personas igualmente llamadas y dispuestas a transitar por los mismos senderos. Siempre tendremos motivo para agradecer a quien nos ha enseñado a caminar, a quien camina con nosotros y a quien nos ayuda a mantener el deseo de seguir caminando. Somos peregrinos porque seguimos a Jesucristo, buscando el rostro del Padre y discerniendo las inspiraciones del Espíritu. Somos peregrinos porque nos sabemos compañeros de camino de la humanidad, particularmente de los pobres. La fuerza del peregrino reside en su corazón, donde se anidan sus convicciones más profundas; en sus pies, que representan su disposición de proseguir, aunque sea de noche; en sus manos abiertas, que comparten lo que han recibido. Pidamos al Señor la gracia de jamás olvidar lo que somos, a fin de caminar en la dirección de lo que él nos llama a ser, apoyados en la certeza de que él mismo nos sostiene y nos guía, porque, como dice el salmista, “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sl 126,1). ¡He ahí la razón de nuestra esperanza de peregrinos!
Señor Jesucristo,
tú que hiciste de San Vicente y Santa Luisa peregrinos de la esperanza
y los condujiste por los senderos de la caridad,
enseñándoles a buscar la voluntad del Padre
y a servir a los pobres con corazón íntegro y generoso,
revístenos de tu Espíritu de amor
e infunde en nosotros la esperanza que no defrauda.
A ejemplo de San Vicente y Santa Luisa,
concédenos peregrinar por la historia
iluminados por el Sentido de la vida,
confortados por tu compañía
y solícitos con los cansados y heridos.
Que sepamos comunicar a todos
la esperanza que brota de la fe y se nutre de la caridad,
con vistas a un mundo pacífico y reconciliado.
Peregrinos en la esperanza,
aprendiendo de las lecciones de la vida,
creceremos en la paciencia y la perseverancia,
irradiaremos confianza, serenidad y entusiasmo
y caminaremos felices a tu encuentro,
tú que eres la razón de nuestra esperanza
y la plenitud del amor que anhela nuestro corazón.
Vinícius Augusto Teixeira, CM